10 malos hábitos que arruinan toda aventura de senderismo

¿Quieres disfrutar el sendero o sufrirlo? Descubre esos errores de principiante que te convierten en el blanco de risas del bosque (y de tus propios pies).

Los senderistas somos una especie peculiar, casi siempre con botas embarradas y la mochila repleta de intenciones nobles, pero no siempre de buenos hábitos. En el fragor de la naturaleza, donde un segundo te maravillas con el vuelo de un águila y al siguiente estás maldiciendo la cuesta interminable, es fácil caer en ciertos vicios que, aunque parezcan inofensivos, pueden transformarse en auténticas piedras en el zapato. Porque, claro, nadie empieza el día pensando en tomar un desvío equivocado o en ser arrastrado por una tormenta repentina; no, nos levantamos con ganas de aventura, de descubrimiento, de ese toque de libertad salvaje que solo un sendero recóndito puede ofrecer.

Sin embargo, la naturaleza tiene sus propias normas, y en cuanto las ignoramos, comenzamos a enfrentarnos a consecuencias tan ridículas como implacables: pies empapados, mochilas que parecen pesar media tonelada, y un sol abrasador que decide encarnizarse con el incauto que olvidó el sombrero. En esos momentos, uno puede sentir que el bosque, la montaña, o incluso las criaturas que nos miran desde el follaje, se han puesto de acuerdo para ponernos a prueba.

Pero no todo está perdido. Saber qué malos hábitos evitar no solo mejora nuestra experiencia, sino que hace que el bosque nos acepte como uno más, sin miradas de desaprobación de los corzos y sin chasquidos resignados de los árboles centenarios. Así que, si queremos realmente hacer de cada sendero una aventura placentera, es vital soltar esas costumbres desafortunadas y entender que en la naturaleza, cada pequeño detalle cuenta. Aquí tienes diez de esos malos hábitos que más vale dejar en casa si quieres disfrutar de verdad el senderismo y no acabar convertido en la leyenda de horror de tus compañeros de ruta.

1. Descuidar la señalización

El eterno error del senderista confiado: “¿Señales? ¡Bah, eso es para principiantes!” Pues bien, esta despreocupación tiene a más de uno recorriendo círculos mientras un búho le mira con una mezcla de lástima y diversión. La señalización de los caminos, en todas sus formas y tamaños, es la humilde pero sabia guía que nos ayuda a no acabar en una aventura digna de los cuentos de perdición. Desde simples marcas de pintura en árboles hasta hitos de piedra cuidadosamente apilados, cada señal está ahí con un propósito claro: evitar que termines en un barranco, o en el mejor de los casos, de vuelta al punto de inicio, con la única compañía de tu cansancio y el eco burlón de tus propias pisadas.

Por eso, amigo senderista, sigue las señales como si fueran el consejo de un amigo sabio. La naturaleza tiene la costumbre de ponernos a prueba, y cada desvío equivocado es una oportunidad de oro para que el paisaje se divierta un poco a costa nuestra. Abraza las señales con gratitud y un poco de humildad, y verás cómo incluso la ruta más sencilla se convierte en un sendero lleno de pequeñas maravillas y descubrimientos, sin necesidad de que acabes envuelto en la épica de los que ignoraron las flechas y terminaron subidos a un árbol, intentando encontrar su camino de vuelta con ayuda de las estrellas.

2. Ir a toda velocidad

El senderismo es un arte de paciencia, y sin embargo, muchos lo afrontan como si de una carrera se tratara. Verás a estos velocistas del monte dejando una estela de polvo mientras arrasan con el camino, ignorando cada detalle en su afán por «hacer tiempo». Es como si el reloj contara más que la experiencia, y se olvidaran de que el verdadero encanto de la naturaleza no se revela en una carrera de obstáculos, sino en la calma.

Imagina que te adelantan mientras tú te detienes a observar cómo un rayo de sol atraviesa el follaje o cómo un diminuto escarabajo se empeña en rodar su tesoro cuesta arriba. Estos momentos, insignificantes a primera vista, son los que realmente te conectan con el entorno. Al ir a toda velocidad, se pasan por alto sonidos, olores, y escenas que solo se revelan a quienes se detienen a escuchar al bosque o a oler el aire cargado de resina.

Además, ir con prisa no solo puede hacer que te pierdas lo esencial, sino que aumenta la posibilidad de accidentes. Un pie que no pisa bien, una rama que no viste por mirar el reloj, o ese manto de hojas húmedas que invita a resbalar y caer con una gracia poco digna. Tomar un ritmo pausado no solo protege de golpes y tropezones, sino que nos permite disfrutar del sendero tal como fue concebido: con ojos atentos y paso paciente.

Recuerda, no se trata de llegar, sino de cómo llegas.

3. Llevar calzado inadecuado

Aquí tenemos el clásico error de novato: ese valiente que, confiado y despreocupado, se presenta con zapatillas de ciudad, como si el sendero fuera tan amable como el pavimento de su barrio. Los senderos de montaña no son precisamente delicados, y en cuanto empiezas a trepar por piedras, barro y raíces, los zapatos de suela lisa se revelan como lo que son: una receta para el desastre. No hay nada más cómico (y un tanto doloroso) que ver a alguien resbalar en una pendiente embarrada, con los brazos girando como aspas de molino mientras intenta no aterrizar de espaldas en el barro.

Un buen calzado es como un amigo fiel en estas andanzas: necesitas botas resistentes, impermeables y con una suela que agarre el terreno como las garras de un puma. La montaña presenta obstáculos en cada esquina —una roca suelta, un charco traicionero, un montón de hojas que ocultan ramas afiladas—, y unos zapatos pensados para caminar en la ciudad te harán sentir cada piedra y cada golpe como si fuera una ofensa personal.

Además, la importancia de un calzado adecuado va más allá del confort. Una pisada segura previene lesiones, reduce el cansancio y evita ampollas, esas que parecen diseñadas por el mismísimo diablo y que te recuerdan su presencia con cada paso. Así que, antes de lanzarte al sendero, invierte en un buen par de botas y tus pies te lo agradecerán con cada kilómetro. Porque al final del día, en el monte, tus pies son lo único que te sostiene y el calzado adecuado es la diferencia entre una caminata disfrutada y una sufrida.

4. Subestimar el clima

El clima en montaña es un maestro en el arte de las sorpresas, y cualquiera que lo subestime se arriesga a vivir una experiencia de lo más pintoresca y, generalmente, empapada. Todo senderista novato se ha enfrentado al menos una vez al clásico “¡Pero si esta mañana estaba despejado!” mientras las nubes, tan negras como el humor de un oso hambriento, comienzan a arremolinarse sobre su cabeza. En cuestión de minutos, un día soleado puede transformarse en una escena de tormenta, con vientos que parecen querer llevarte de vuelta a casa y gotas de lluvia que, de alguna forma, encuentran siempre el punto exacto para colarse en el cuello de tu chaqueta.

No basta con consultar el pronóstico del tiempo antes de salir; en la montaña, el clima tiene la costumbre de desafiar a los meteorólogos. La regla de oro es llevar siempre una capa extra de abrigo y, sin falta, una prenda impermeable. Esto no solo puede salvarte de un resfriado, sino que convierte la caminata en algo mucho más placentero. La naturaleza puede ser maravillosa, sí, pero también es implacable con aquellos que se presentan sin preparación.

Y, por supuesto, no solo es la lluvia; también el sol puede convertirse en enemigo. El aire fresco engaña, y en altitudes elevadas, puedes terminar con una quemadura digna de turista despistado si no llevas protección adecuada. Así que, llueva, truene o brille el sol, ten en cuenta que el clima tiene siempre la última palabra. Estar preparado es la mejor forma de respetar su imprevisibilidad y, de paso, disfrutar el sendero sin convertirte en una historia de “lo que no se debe hacer”.

5. Sobrecargar la mochila

Ah, la mochila del senderista: esa fiel compañera que, al inicio de la caminata, parece liviana y manejable, pero que con cada kilómetro empieza a sentirse como si llevaras ladrillos. Uno de los errores más comunes es empacar como si te enfrentaras a una expedición de semanas en vez de una caminata de unas horas. El resultado suele ser una mochila que se convierte en un castigo para la espalda y en un recordatorio constante de todo lo que, en realidad, no necesitas en el camino.

Es fácil caer en la trampa de pensar que “por si acaso” hay que llevar un poco de todo. Sin embargo, añadir artículos innecesarios —una linterna extra, el libro de bolsillo, tres snacks de sobra y un termo del tamaño de un lanzamisiles— termina siendo más una carga que una ayuda. A mitad de camino, empiezas a cuestionar cada objeto mientras tus hombros se quejan y tu velocidad disminuye, convirtiendo la caminata en un ejercicio de resistencia digno de un entrenamiento militar.

Para evitarlo, la clave está en aprender a empacar solo lo esencial: suficiente agua, algo de comida energética, un botiquín pequeño, una capa extra de abrigo, un mapa y, si el clima es caprichoso, una chaqueta impermeable ligera. Es cuestión de optimizar sin convertir la mochila en el baúl de los recuerdos. Cada gramo que dejas fuera es una bendición para tus piernas y te permite disfrutar del entorno en vez de preocuparte por el dolor de espalda. Porque el senderismo debería ser una experiencia liberadora, no una penitencia con peso extra.

6. No llevar suficiente agua

Parece un detalle menor hasta que te encuentras en mitad del sendero, bajo un sol que ni siquiera las nubes se atreven a desafiar, y de pronto descubres que tu última gota de agua se ha ido como un suspiro. La deshidratación, sigilosa como un felino al acecho, empieza a atacar: primero un leve mareo, luego una lengua que parece lija, y pronto te descubres soñando con riachuelos inexistentes y fuentes milagrosas en medio de la nada.

Es fácil subestimar la cantidad de agua necesaria para una caminata, especialmente cuando el día comienza fresco o cuando no planeas estar fuera por mucho tiempo. Pero cualquier senderista experimentado sabe que el esfuerzo físico, sumado a las variaciones de altitud y al capricho del clima, puede dejarte seco más rápido de lo que piensas. En el monte, donde el acceso al agua suele ser tan probable como encontrar un unicornio, quedarse sin reservas puede convertir una caminata en una especie de purgatorio personal.

La recomendación es sencilla: lleva más agua de la que crees que necesitas. Una botella adicional puede parecer un peso extra al principio, pero tus músculos y tu cabeza te lo agradecerán cuando el calor apriete o la subida se haga interminable. Y si en el camino encuentras una fuente o un río donde puedas rellenar (siempre con precaución o un filtro), aprovecha la oportunidad. Porque nada arruina más la experiencia de una buena caminata que esa sed implacable que, más que incomodar, se convierte en el verdadero desafío del día.

7. Molestar a la fauna local

La montaña es hogar de una variedad asombrosa de criaturas que, como cualquier vecino, aprecian la tranquilidad. Y, sin embargo, hay senderistas que, al divisar una marmota, una cabra o incluso un insecto peculiar, sienten el irresistible impulso de acercarse, tocar o hacer ruidos extraños para “interactuar”. Lo que olvidan es que esos mismos animales, aunque a primera vista parezcan amistosos o indiferentes, están tan preparados para defender su espacio como cualquiera de nosotros lo estaría si un desconocido irrumpiera en nuestra casa.

Desde el zorro que observa en silencio hasta el ciervo que se adentra en la espesura, cada animal tiene su rol y su rutina, y alterarlos no solo es una falta de respeto, sino que puede tener consecuencias imprevisibles. Intentar acercarse demasiado o llamar la atención de la fauna local puede provocar que los animales cambien su comportamiento, lo que en algunos casos los pone en peligro. Los ciervos pueden huir a terrenos menos seguros, las aves pueden abandonar sus nidos, y criaturas más territoriales, como el jabalí o incluso algún tejón malhumorado, no dudarán en mostrar su descontento.

La regla es sencilla: observa, pero no interfieras. La naturaleza te ofrece un espectáculo completo sin necesidad de que te conviertas en el protagonista. Deja que los animales sigan sus caminos y te conviertas, como ellos, en una parte más del paisaje. Además, siempre hay algo hipnótico en observar a una ardilla hacer sus acrobacias o a una rapaz planeando sin que tú intervengas. En la naturaleza, el respeto se convierte en el mayor de los regalos, tanto para ellos como para ti.

8. Hacer ruido innecesario

Pocos errores son tan incomprendidos como el de convertirse en una especie de jukebox andante en plena naturaleza. Estás en el bosque, rodeado de un silencio casi reverencial, donde cada hoja que cruje parece contar una historia, y de pronto aparece un senderista con altavoz, como si la banda sonora de su playlist mejorara el concierto natural de los pájaros, el murmullo del viento y el susurro de los árboles. O el que, a falta de música, habla a voces, como si el bosque fuera sordo y necesitara que cada palabra rebotara en los riscos.

Lo que muchos no entienden es que el encanto del senderismo está en dejarse envolver por los sonidos sutiles del entorno. El crujido de una rama te avisa de algún animal escondido, el rumor de un río te orienta, y el canto lejano de un pájaro te recuerda que estás lejos del bullicio. Además, los animales perciben estos ruidos extraños como una amenaza y tienden a alejarse, privándote de la posibilidad de un avistamiento inesperado y fascinante.

No se trata de ir en absoluto silencio como un monje, pero sí de respetar la atmósfera. Caminar en calma, hablar en un tono moderado, y dejar el altavoz en casa es la mejor forma de integrarse al paisaje y de respetar a los demás. Hay un respeto implícito en sumergirse en el sonido natural del bosque, como si uno formara parte de una sinfonía antigua y perfecta, en la que cada sonido que rompa la armonía es una nota que sobra.

9. No llevar un mapa o GPS (y depender solo del móvil)

Hoy en día, pareciera que el teléfono móvil es capaz de resolver cualquier contratiempo en ruta, desde encontrar el sendero correcto hasta avisar a un grupo de rescate en caso de emergencia. Sin embargo, en la montaña, donde la cobertura puede desaparecer más rápido que una ardilla en el bosque, confiar únicamente en un dispositivo electrónico es una apuesta arriesgada. A muchos les ha pasado: todo va bien hasta que, en una curva inesperada, el móvil se queda sin batería o el GPS se vuelve confuso, dejando al senderista rodeado de árboles idénticos y con la brújula del móvil girando sin cesar.

Llevar un mapa físico y, si es posible, un GPS portátil —que suelen ser más confiables en zonas remotas— no es solo una precaución, sino una especie de seguro contra la modernidad. Aprender a orientarse con un mapa añade además un toque de aventura auténtica: de pronto, puedes situarte como los antiguos exploradores, interpretando líneas y puntos de referencia para moverte en el paisaje. Es una experiencia que te conecta de una forma distinta con el entorno, lejos de la dependencia de una pantalla que, además, suele perder señal en el momento menos oportuno.

Y no se trata de despreciar la tecnología; el móvil es una herramienta útil. Pero en el monte, tener un mapa y saber usarlo es más que práctico; es liberador. Te da la confianza de que, pase lo que pase, puedes orientarte, y si te ves obligado a hacer un cambio de ruta, sabrás encontrar el camino de vuelta sin necesidad de un cargador portátil y una señal de cinco barras.

10. Dejar basura

De todos los malos hábitos que un senderista puede tener, dejar basura es, sin duda, el más dañino y decepcionante. En un entorno donde cada brizna de hierba y cada flor silvestre parecen haber sido dispuestas con cuidado milenario, los restos de un envoltorio, una botella de plástico o una servilleta sucia son como una herida en el paisaje. La naturaleza es un ecosistema delicado y autosuficiente, pero no está equipada para lidiar con nuestros desechos modernos, que no solo rompen la armonía visual, sino que pueden tardar siglos en desaparecer.

Además, la basura no solo afea el lugar; altera la vida de los animales que lo habitan. Un trozo de plástico puede atraer a un zorro curioso o a un pájaro que, al intentar investigar, puede terminar enredado o incluso intoxicado. Sin contar que algunos restos, como las cáscaras de fruta, pueden parecer inofensivos, pero al no pertenecer al ecosistema, también alteran la dinámica natural.

La regla es simple: lo que llevas, lo traes de vuelta. Es una norma de respeto fundamental, una manera de agradecerle a la naturaleza la experiencia que nos regala. Lleva una bolsa extra para tus desechos y, si encuentras basura ajena, recoge lo que puedas. Es un pequeño acto que demuestra consideración y amor por el entorno. Dejar el sendero tal como lo encontraste —o mejor, si has recogido algo más de lo que trajiste— es la mejor manera de ser un visitante responsable, de esos que la montaña y sus habitantes recibirán siempre con los brazos abiertos.

Conclusión

La naturaleza es generosa, pero también es una maestra exigente. Cada sendero, cada colina y cada bosque nos invita a maravillarnos, a sentirnos parte de un mundo vasto y vibrante. Sin embargo, disfrutar de esta experiencia al máximo exige algo de nosotros: respeto, responsabilidad y, sobre todo, humildad. Como senderistas, debemos recordar que somos invitados en un entorno que, aunque nos parezca eterno, es frágil y vulnerable.

Cada uno de los malos hábitos que hemos visto —desde ignorar la señalización hasta dejar basura— representa un obstáculo, no solo para nuestra experiencia, sino para la armonía de la naturaleza misma. Evitarlos no es solo una cuestión de seguridad personal o de comodidad; es un acto de respeto hacia el paisaje y las criaturas que lo habitan. Al andar con cuidado, al observar sin perturbar, y al mantener el entorno tal como lo encontramos, nos convertimos en verdaderos exploradores, aquellos que dejan una huella de aprecio y no de desorden.

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