Menos Excel, más bosque: el arte de caminar sin track

Vale, hablemos claro. Vivimos en una época obsesionada con la optimización. Queremos hackear el sueño, la productividad, las relaciones y, por supuesto, nuestro tiempo libre. Y el senderismo, esa actividad que consiste en poner un pie delante del otro en medio de la naturaleza, no se ha librado. Nos hemos convertido en ninjas de la planificación excursionista. Tenemos apps que nos dicen la pendiente exacta de cada metro, el tiempo estimado al segundo, las calorías que quemaremos (¿incluyendo las del pánico si nos perdemos?), y nos permiten descargar tracks .gpx con la precisión de un misil teledirigido. Llevamos el itinerario laminado, el menú energético calculado por nutricionistas deportivos y un plan B, C y D por si el universo decide no seguir nuestro spreadsheet.

Y yo me pregunto… ¿no se nos está yendo un poco de las manos? ¿No hemos convertido la aventura de explorar en algo parecido a seguir las instrucciones de montaje de un mueble de IKEA, pero con más riesgo de esguince? Porque en nuestro afán por controlarlo todo, por eliminar cualquier atisbo de incertidumbre, quizás estemos matando precisamente aquello que hace que una caminata sea memorable: el factor sorpresa. Piénsalo un segundo.

El pterodáctilo planificador que vive en tu cerebro

Para entender por qué hacemos esto, tenemos que viajar al interior de nuestra cabeza. Imagina que ahí dentro, junto a otros personajes peculiares como el Mono de la Gratificación Instantánea que quiere mirar memes de gatos ahora mismo, vive una criatura un poco menos famosa pero igual de influyente: el Pterodáctilo Planificador.

Este Pterodáctilo no es malo. De hecho, evolucionó para ayudarnos a sobrevivir. Es la voz que te dice «oye, quizás deberías guardar algo de comida para mañana» o «esa nube negra con rayos no parece muy amistosa, ¿volvemos a la cueva?». Su trabajo es anticipar peligros, trazar rutas seguras y asegurarse de que lleguemos al final del día de una pieza. El problema es que el Pterodáctilo vive en un estado de ansiedad permanente en nuestro mundo moderno lleno de (aparentes) certezas y controles. Odia la incertidumbre más que un vampiro odia el ajo. Cualquier cosa que no esté perfectamente planificada, medida y controlada le provoca un cortocircuito.

Así que, cuando piensas en ir de excursión, el Pterodáctilo despliega sus alas y empieza a graznar: «¿Y si te pierdes? ¡Ay, si  llueve! ¡Verás como se acaba la batería del móvil! ¿Y si el camino está cortado? ¿Y si te encuentras un oso que quiere compartir tu bocadillo de chorizo?». Para calmarlo, le ofrecemos el bálsamo de la planificación extrema. Cada detalle planificado es un pequeño tranquilizante para el Pterodáctilo. El track .gpx es su chupete. El itinerario detallado, su manta de seguridad. Y así, salimos al monte con la (falsa) sensación de tenerlo todo bajo control, sintiéndonos seguros pero, quizás, un poco menos vivos.

Por qué optimizar una caminata es como intentar hacerle la ola a un gato

El culto a la eficiencia también ha infectado nuestra forma de caminar. Queremos la ruta más optimizada: la que nos dé las mejores vistas con el menor esfuerzo, la que podamos completar en el tiempo justo para volver a casa a ver nuestra serie favorita. Tratamos el sendero como si fuera una línea de producción que hay que recorrer de la forma más eficaz posible. Es como si quisiéramos aplicar la lógica del just-in-time a la aventura, olvidando quizás aquello que, creo recordar, decía el gran naturalista John Muir: que a menudo «los caminos inútiles son los que más enseñan».

Pero una caminata no es una tarea que completar. No es un problema matemático que resolver. Es una experiencia. Intentar optimizarla al máximo es como intentar hacerle la ola a un gato: probablemente no funcione y, además, te estás perdiendo lo divertido del proceso (que, en el caso del gato, es su indiferencia soberana, y en el de la ruta, es… bueno, todo lo demás).

Cuando seguimos un track predefinido con la mirada fija en la pantalla del GPS, nuestros sentidos se apagan. Dejamos de mirar el paisaje, de oler el bosque, de escuchar los sonidos. Nos convertimos en robots siguiendo una línea azul. Perdemos la capacidad de tomar decisiones, de interpretar el entorno, de sentir el lugar. Y, sobre todo, nos cerramos a la posibilidad de que ocurra algo inesperado y maravilloso. La cruda realidad es que la optimización excesiva puede ser el enemigo de la vivencia auténtica.

La magia de encontrar lo que no buscabas

Aquí entra en juego una de mis palabras favoritas: serendipia. Es el arte de encontrar cosas valiosas o placenteras por casualidad, cuando no las estabas buscando. La penicilina, el velcro, las patatas fritas… muchas cosas geniales surgieron por accidente. Y en el senderismo, la serendipia es oro puro.

Recuerdo una ruta en los Ancares leoneses. Iba yo tan contento, siguiendo mi track impoluto en el GPS, sintiéndome el rey del mambo tecnológico-montañero. El Pterodáctilo Planificador en mi cabeza ronroneaba satisfecho. Todo bajo control. Hasta que, de repente, en mitad de ninguna parte, la pantalla se quedó en negro. Batería muerta. Y, por supuesto, cero cobertura. El Pterodáctilo empezó a chillar como si hubiera visto al T-Rex de Jurassic Park. Pánico. Desorientación. «¿Ves? ¡Te lo dije! ¡Planificación! ¡Batería de repuesto! ¡Mapa físico!».

Pero entonces, algo curioso pasó. Una vez superado el susto inicial (y tras maldecir mi estupidez), tuve que hacer algo revolucionario: levantar la cabeza. Mirar alrededor. Sacar el viejo mapa de papel y la brújula del fondo de la mochila. Y ahí, mientras intentaba descifrar dónde diablos estaba, vi un sendero apenas marcado, casi invisible, que se desviaba del camino principal. Mi Suricata interior, hasta entonces aplastada por la tiranía del GPS, levantó tímidamente la cabeza. «¿Y si…?». El Pterodáctilo seguía gritando, pero la curiosidad pudo más.

Tomé ese sendero. Y fue la mejor decisión del día. Me llevó a través de un bosque de acebos increíble, hasta un mirador natural sobre un valle que no aparecía en ninguna guía, con unas vistas que me dejaron sin aliento. Encontré unas ruinas de una antigua braña que contaban historias silenciosas. Me sentí pequeño, vulnerable, pero extrañamente vivo y conectado a ese lugar de una forma que ningún track .gpx podría haberme ofrecido jamás. Ese día, mi GPS murió, pero mi capacidad de explorar resucitó. Y entendí que la serendipia solo puede florecer en el terreno fértil de lo no planificado (o de los planes que salen gloriosamente mal).

Despierta a tu suricata interior

Dentro de tu cerebro, además del Pterodáctilo ansioso, también hay otro personaje: la Suricata Curiosa. Es esa parte de ti que quiere saber qué hay detrás de esa colina, qué es ese sonido extraño, cómo huelen esas flores. Es tu instinto explorador innato. El problema es que, en nuestra vida moderna y ultra-planificada, la Suricata suele estar amordazada y maniatada por el Pterodáctilo.

Cuando dependemos exclusivamente de un plan detallado y una línea azul en una pantalla, estamos externalizando nuestra capacidad de exploración. Dejamos que nuestro yo del pasado (el que planificó la ruta) o un algoritmo tomen todas las decisiones. Pero cuando nos permitimos un margen de maniobra, cuando tenemos que orientarnos usando un mapa y una brújula, o simplemente prestando atención a las señales del camino y al sol, la Suricata Curiosa se despierta. ¿Y qué siente la Suricata cuando toma el control? Una mezcla electrizante de ligera aprensión («¿seguro que es por aquí?») y pura euforia infantil («¡A ver qué hay!»). Es la diferencia entre seguir una línea y explorar sin GPS guiado por la curiosidad; es buscar rutas con más alma que algoritmo.

Empezamos a leer el paisaje, a interpretar las nubes, a tomar pequeñas decisiones constantemente. ¿Cruzamos este arroyo por aquí o buscamos un puente más abajo? ¿Seguimos la pista principal o exploramos ese sendero que parece interesante? Este proceso de toma de decisiones activas es increíblemente gratificante. Nos hace sentir más competentes, más conectados con el entorno y, seamos sinceros, un poco más como Indiana Jones (pero con menos látigos y nazis, esperemos).

Además, enfrentarse a pequeños imprevistos y resolverlos sobre la marcha (un árbol caído en el camino, una señalización confusa, una lluvia inesperada como la que me pilló a mí tras mi aventura con el GPS muerto) construye una resiliencia real. Te das cuenta de que eres capaz de manejar situaciones inesperadas. Es mucho más empoderador que seguir un plan perfecto donde nada puede salir mal (y donde, si algo sale mal, te sientes completamente perdido).

Seguridad vs. Asfixia por planificación

Ahora bien, pongámonos serios un instante (solo uno, lo prometo). Porque sé lo que está pensando tu Pterodáctilo: «¿Este tipo me está diciendo que salga al monte a lo loco? ¡Vamos a morir todos!».

Tranquilo, Pterodáctilo. No estoy abogando por la imprudencia temeraria. La seguridad es fundamental. Siempre hay que hacer una planificación básica: mirar la previsión meteorológica (¡la de verdad, no la que te gustaría que hiciera!), elegir una ruta acorde a tu nivel físico y técnico, llevar el equipo esencial (agua, comida, ropa de abrigo, botiquín, mapa, brújula y/o GPS con batería extra), y avisar a alguien de adónde vas y cuándo esperas volver. Esto no es negociable. Hablamos de reducir el exceso de planificación, la microgestión asfixiante, no de eliminar el sentido común. Como casi todo en la vida, se trata de equilibrio.

La diferencia está entre tener un marco de seguridad y tener una jaula de itinerario. El marco te da libertad para moverte dentro de unos límites razonables. La jaula te impide desviarte ni un milímetro, ahogando cualquier posibilidad de descubrimiento espontáneo. Se trata de encontrar ese punto dulce donde la seguridad y la aventura puedan coexistir felizmente, como una pareja peculiar pero bien avenida.

La rebelión de los desorientados felices

Así que la próxima vez que te prepares para una ruta, quizás puedas probar a darle un día libre (parcial) a tu Pterodáctilo Planificador. Haz tu planificación básica de seguridad, por supuesto. Pero luego… ¿qué tal si no defines cada parada al minuto? ¿Por qué, en lugar de seguir ciegamente un track .gpx,  no llevas un mapa y te permites explorar ese sendero que te da buena espina? ¿Qué tal si dejas espacio para que ocurra algo inesperado?

Puede que te pierdas un poco (¡lleva mapa y brújula!). Tal vez  acabes comiendo el bocadillo en un sitio menos «instagrameable» pero mucho más tranquilo. Puede que descubras algo maravilloso que ninguna guía menciona. O puede que no pase nada extraordinario, más allá de la sensación liberadora de haber sido tú quien ha decidido el camino a cada paso. Pero habrás ejercitado tu Suricata Curiosa, habrás tomado tus propias decisiones, habrás vivido la ruta de una forma más auténtica y menos teledirigida.

En un mundo que nos empuja constantemente a controlar, optimizar y predecir, dejar un pequeño espacio para el caos controlado, para la sorpresa, para la serendipia, es casi un acto de rebeldía. Una forma de decirle al Pterodáctilo: «Gracias por preocuparte, pero hoy… hoy vamos a ver qué pasa».

Y quizás, solo quizás, descubras algo profundo. Perderse un poco no es un fallo de ruta. Es, muchas veces, el único camino que vale la pena recordar.

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