El bosque
El bosque es un mundo en susurros, donde cada rama cuenta historias antiguas y cada hoja caída guarda un secreto. Bajo su dosel, todo respira en calma, y cada paso invita a descubrir un rincón más del misterio verde que lo envuelve.
Ah, el bosque! Ese teatro de lo absurdo donde nada se detiene, ni siquiera para explicarnos de qué va el guion. Entras en sus senderos con la ilusión de una caminata tranquila, esperando poco más que un susurro de hojas y algún pájaro desafinado. Pero el bosque, amigo mío, es una caja de sorpresas y suele recibirnos con un despliegue casi insultante de entusiasmo, como si hubiera ensayado durante años solo para el momento en que tú aparecieras.
Tomemos, por ejemplo, la flora. No tardas en darte cuenta de que todo allí está en una suerte de batalla territorial y, si me lo preguntas, algo desquiciada. Observa los helechos: verdes, pomposos y de un tamaño que solo se puede calificar de «escandaloso». Estos vegetales de otro tiempo te envuelven como un ejército de primos entrometidos, y al menor descuido te verás enredado, atrapado en una red de frondas que se niega a soltarte. Más allá, un roble octogenario estira sus ramas nudosas, lanzando sombras de aspecto misterioso. Tiene una corteza tan rugosa que podrías jurar que ha sobrevivido guerras y batallas territoriales más largas que la historia misma.
Pero el espectáculo real son, claro, los animales. Mientras tus botas crujen sobre la hojarasca, una miríada de criaturas se asoman, un tanto suspicaces, desde sus escondites. Allí están las ardillas, rápidas y eficaces, con una elegancia que avergonzaría a cualquier ladrón de bancos. Se deslizan entre los troncos con un fervor olímpico, lanzándote miradas de reojo que claramente dicen “pisa aquí y verás lo que es una nuez arrojada con precisión suiza”. No hay tiempo de entablar conversación con ellas, pues son criaturas con una agenda que haría palidecer a cualquier ejecutivo, y además, si no huyes rápidamente, uno de esos roedores diminutos te dará una lección de cómo guardar comida para el invierno.
Y qué decir de los pájaros. En el mundo aviar del bosque, la discreción es un concepto desconocido. El petirrojo se planta en la rama baja de un árbol y te observa con esa actitud de crítica imparcial que tanto les gusta a las aves, como si estuviera juzgando tu elección de ropa o, peor aún, tus habilidades como caminante. Canta un poco, más para sus propios oídos que para los tuyos, y se marcha con un destello de color como si el bosque entero fuera su pasarela personal. Pero mi favorito personal es el mirlo, ese personaje de ceja fruncida y canto melodramático. Te desafía con sus gorjeos que son mitad advertencia y mitad cotilleo, y hasta parece decirte: «En mi territorio, amigo, mejor que recuerdes quién manda».
No falta el insecto osado que, pese a su tamaño insignificante, intenta trepar por tus botas con un propósito que jamás entenderemos del todo. Las hormigas, en particular, son tan impertinentes como diligentes. Están tan ocupadas transportando lo que sea que hayan decidido que es digno de almacenar —una hoja, una ramita o, a veces, el cadáver de alguna desafortunada araña— que es fácil sentirse, francamente, perezoso en comparación. Claro, si te quedas lo suficientemente quieto, pronto verás que tus piernas son consideradas como una nueva carretera pública, y te verás forzado a interrumpir la marcha para despejar la invasión.
Sin embargo, por encima de todo, en esos raros momentos de paz, el bosque te regala su mejor tesoro: el murmullo suave de sus propios secretos. Cuando el viento acaricia las copas de los árboles, hay un sonido bajo y profundo que parece hablar en un idioma solo para aquellos que están dispuestos a escucharlo sin prisa. Es como si el bosque estuviera soltando, muy a regañadientes, sus historias ancestrales.
Al final del camino, con las piernas cansadas y el corazón un poquito más ligero, te das cuenta de que el bosque, en su caos y su comedia, ha cumplido su promesa. No te ha dado respuestas, pero sí un puñado de preguntas y una buena cantidad de anécdotas. Porque en la naturaleza, como en la vida misma, no se trata de encontrarle sentido a todo. Basta con observar, reírse de la locura general y seguir adelante, sabiendo que en algún recodo del sendero siempre hay otra sorpresa aguardando entre las sombras.